15 diciembre, 2007

Vagamundos

Estábamos tan unidos que ya no sabíamos donde terminaba un cuerpo y empezaba el otro. Con una sola mirada, sabíamos si era hambre, sueño, sed o demasiado sol sobre nuestras cabezas. Si era así, despegábamos nuestros cuerpos de la vereda y nos cobijábamos bajo un árbol de la plaza. Siempre en los mismos lugares, nuestro hogar. Él se echaba primero, enrollado con la cabeza entre sus patas, luego yo me recostaba en su regazo. Debo confesar que a veces sentía envidia, a él siempre le decían que bonito o tierno el perro. Pero nunca, nunca escuché algo bueno sobre mí.